Reloj de cuco. #cuentosdenavidad @zendalibros

Apagó la tele, odiaba el bombardeo de mensajes publicitarios incitando al consumismo más absurdo, “como si no se cenara más noches que esta puñetera noche”, “como si en estos días fuera obligatorio ser feliz”, se decía.

Llamaron a la puerta pero no quiso abrir. “La pesada de Carmencita como todos los años, ñan, ñan, ñan, ñan, ñan…” ”Que no se entera que no quiero ver a nadie, que no necesito de sus buenos propósitos, que se meta su empanada por donde le quepa”.

El viejo reloj de cuco dio las diez, como pudo, a trompicones.  Llevaba tiempo funcionando mal,  pero a él le daba lo mismo, no tenía interés alguno en arreglarlo. Era casi un milagro que todavía funcionase.

Cenó lo mismo de todas las noches: un poco de embutido con pan y un vaso de vino. Recogió con la mano las migajas y las lanzó al aire colándolas en la boca de un golpe, con cierta gracia y destreza. Se rio de sí mismo, de ese pequeño gesto infantil tan familiar. Su padre lo hacía siempre después de comer y él esperaba el momento de este peculiar acontecimiento, por si alguna migaja salía disparada errando la diana, pero eso no sucedía. Su padre le guiñaba el ojo y decía:

—¡Esto es un arte hijo mío! Aprenderás a hacerlo tan bien como yo si practicas mucho. Lo importante es concentrarse en el tiro y sobre todo tener claro cuál es el objetivo: ¡No desperdiciar la comida! Tienes suerte de poder comer un poco de pan cada día, otros no la tienen.

El tiempo y la edad le dejaron claro que su padre lo hacía casi tanto por ver la cara de felicidad de Fernandito durante la acrobática maniobra, como por desviar la atención del contenido plato y centrarla en el acto. No lo había vuelto a hacer desde que murió su padre, y de eso hacía muchos años ya. Tomó el mendrugo que quedaba en la bolsa de pan y lo desmenuzó acercando los pizcos al filo. A continuación juntó de nuevo las partículas lanzándolas al aire con picardía.

—¡Alehop! —, pegó un salto poniéndose de pie y saludando al inexistente público. Se contorneó,  moviéndose rítmicamente celebrando la hazaña como si de un jovenzuelo se tratara.

Sonrió, ¡Cuánto los echaba de menos a todos, cómo habían ido apareciendo y desapareciendo de su vida tan apresuradamente, mientras él permanecía pausado en un instante que parecía interminable!

—¡Me habéis dejado solo!, poco a poco, sin avisar, ¡todos! ¿Y qué hago yo aquí?, esperar el momento de reunirme con vosotros. —Rompió a llorar desconsolado, derrumbándose en el suelo, donde se quedó dormido.

Como en un sueño los vio a todos sentados a la mesa cenando. No faltaba nadie. El amor de su vida, su mujer, presidía la mesa. En el lado opuesto su padre, tal como él lo recordaba. A los lados el resto de familiares perfectamente ataviados. Recorrió con la vista cada uno de los rostros allí presentes, hasta que de golpe paró en el rostro enmarcado por un pañuelo de vistosos colores. Era Ana, su pequeña. La enfermedad se la arrebató  en lo mejor de su vida. Se estaba ahogando en su llanto cuando el volumen de la conversación mantenida en la mesa empezó a subir hasta hacerse perfectamente audible.

—¿Creéis que este año hará lo mismo que los últimos años?—escuchó decir a su mujer, Clara, que estaba más guapa que nunca.

—¿Te refieres a torturarse para hacerse sentir desgraciado?, estoy segura que no es capaz de reaccionar —apuntó su hija Ana mientras se colocaba el pañuelo que se había desplazado ligeramente sobre la cabeza.

—Ha estado bien lo de las migajas abuelo, casi lo consigues. Por un momento se ha sentido feliz. Al final no ha podido ser, se ha vuelto a venir abajo, como todas las navidades—continuó.

—Si tan solo supiera que lo único que queremos es verlo feliz…,—dijo el abuelo levantándose y dirigiéndose al cuco, encajándolo  bien en el engranaje.—No podemos hacer nada——sentenció mientras regresaba a la mesa.

En ese instante el reloj marcó las once, el mecanismo se puso en marcha, el cuco se deslizó suavemente sobre los rieles, ágil sin tropiezos, como lo hizo siempre, hasta que la tristeza lo desvencijó, volviéndolo un cachivache más de la casa.

Fernando despertó de golpe, se quedó atónito mirando el cuco, funcionaba perfectamente.  Se levantó despacio, dirigiéndose a su habitación donde se adecentó lo mejor que pudo, atusándose el pelo con mucho cuidado. Buscó en la bodega un par de botellas de licor que guardaba sin saber muy bien porqué y marchó a casa de Carmen con su mejor sonrisa.

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